YO BAILO CON ZORBA
"Un desastre, pero hermoso". Para hablar de "Zorba el griego", obra maestra de Michael Cacoyannis de 1964, bastaría citar esta frase y luego ponerse a bailar el sirtaki en alguna isla, lo más desierta posible, sudorosa, desgarrada, riendo con todo el cuerpo y sin pudores.
Esta es precisamente la frase que el protagonista, Alexis Zorba, le dice a su principal interlocutor en la historia, Basil, un escritor inglés de origen griego que ha vuelto a casa en un intento desesperado por recuperar la mina familiar abandonada, heredada y naturalmente destinada a ruina, como la mayoría de los recuerdos sin público.
Anthony Quinn se encarga de interpretar a Zorba, a quien definir magnífico en esta actuación sería quedarse corto. Es simplemente perfecto, tan perfecto que casi siempre se acaba pensando en él de esa forma después de ver la película.
Zorba es una obra de arte, quizás un Pollock, o un Picasso o incluso un Dalí, depende de cuánto ouzo te apetezca beber esta noche antes de bailar frente al televisor intentando emular a este personaje, único y entrañable como pocas veces la gran pantalla ha sabido darnos.
Porque tendrás que hacerlo, que lo sepas, de lo contrario abandonarás la visión ahora mismo. Tendrás que hacerlo porque esta danza no se olvida y enseña una nueva forma de reír frente al abismo, indispensable en todas las edades. Lleno de una energía creativa y sensual llevada al extremo, al punto de la destrucción casi matemática de cada una de sus hazañas, Zorba es el símbolo de ese optimismo carnal e invencible que hace ver con la sangre y no con los ojos la realidad y sus posibilidades.
Es también el fetiche del hombre poco confiable y encantador, ese que si te lo encuentras puede desgarrarte con un casquet y dejarte con las absurdas ganas de bailar una y otra vez, tambien con las rodillas malamente desgrarradas. De hecho, en la mítica escena final, Basil, a pesar de haber sido arrastrado por Zorba a un problema insuperable y, sobre todo, tan lejos de su mundo que casi lo ha hecho perder de vista por completo, es incapaz de condenarlo.
Le pide que le enseñe a bailar, sobre los escombros de sus sueños. Y aquí está el tornado de Zorba, feliz como un niño al que se le pide que demuestre lo rápido que puede correr hasta el fin del mundo, enseñar lo único, lo más preciado que nadie le podrá quitar jamás y que él, ni siquiera en la oscuridad más negra, perderá, sobre las espléndidas notas de Mikis Theodorakis.
Quizás mientras navegaba en el Egeo, el poeta Constantino Cavafis también pensó en él cuando escribió "No conocí ataduras. En la refriega, fui. A los goces, ahora reales y ahora arremolinados en el alma, fui, en la noche iluminada. Beberé de los vinos más vigorosos, como beben los valientes del placer".
Ahora asegúrate de bailar hasta el amanecer.
"Zorba el griego", de Michael Cacoyannis (Alexis Zorbas, 1964).