UN CORAZON EN INVIERNO

UN CORAZON EN INVIERNO

AQUELLA FEROZ DISTANCIA

"Je suis plein du silence assourdissant d'aimer", escribe Luis Aragon a su Elsa.

Estos versos vienen a la mente, junto a muchos otros, soberbiamente bellos, malditamente franceses, viendo “Un corazón en invierno”, la obra maestra de Sautet de 1992.

Una película que ensordece el corazón con silencios y miradas que golpean más de mil gritos desesperados allternandose con diálogos adamantinos y músicas maravillosas. Una historia que duele, porque es geométricamente perfecta. Tan perfecta como para ser inmediatamente cruel, dado que estamos hablando del amor y el amor, como sabemos, no conoce la perfección, ni debería conocerla nunca, pena la autocombustión.

Maxime y Stephane, luthiers, son el sol y la luna en un taller que cuida de violines y, sobre todo, de sus delicados dueños. Complementariamente, dividen el trabajo entre el "afuera" al que se dedica el extrovertido y afable Maxime, y el "adentro", o el alma técnica - nunca un oxímoron fue más apropiado- de estos fantásticos instrumentos, exclusiva y magnífica prerrogativa del igualmente magnífico Stéphane (interpretado por un, como siempre, impecable Daniel Auteil). Amigos de los que no necesitan decir demasiado para saber lo que había que decir, codo con codo durante años, como sólo resisten en las relaciones los que han aprendido lo indispensable de las diferencias y de las compensaciones.

Pero cuando entra en escena la prometida de Maxime, Camille (Emanuelle Beart), una violinista sensible y hermosa, todo cambia.

Stéphane la conquista como sólo puede hacerlo un artista de implacable inercia, logrando hacer música aún desconocida para el corazón de la mujer que pierde el control del juego, como una nota loca fuera de la partitura ya escrita por ella, y para ella, feliz, imprevista, desesperada. Porque él, Stephane, una vez enfrentado a su suave abandono, la rechazará. Aparentemente frío e impasible, negará cualquier intención de seducirla y le pedirá que no construya castillos inexistentes. Una de las escenas más conmovedoras es sin duda la del enfrentamiento en el coche, bajo una lluvia torrencial, que ve desmoronarse las ilusiones de la pobre y sencilla Camille, contra ese alma compleja e impenetrable.

Pero incluso el enfrentamiento verbal entre ambos en el restaurante dejará indiferentes a pocos. La belleza helada y al mismo tiempo lánguidamente afrutada de la encantadora Beart, cada vez más descompuesta, contribuye no poco al anhelo.

Es como ver una rosa brillante cuyos pétalos son torpemente arrancados, uno por uno, solo para ser pisoteados con indiferencia porque se estaba hablando de otra cosa y vamos, simplemente no los habíamos visto.

Pero, ¿por qué Staphane llega a esto? ¿Misoginia, crueldad, notoria o tanta incapacidad para amar? ¿O realmente sólo es culpable de haber alimentado una fantasía sentimental, hija de la frustración de una mujer que no está enamorada de su legítimo compañero? Difícil creer en estas hipótesis inmediatas, también y sobre todo porque otra corre paralela durante la historia principal, la del viejo maestro de Stéphane, Lachaume, ligado a su ama de llaves por un amor "vulgarmente" cotidiano, hogareño, a años luz de las pulsiones absolutas soñadas por Camille.

Quizás el amor, el de la vida, para el protagonista parece más un taller de luthier que un concierto de Ravel. Más a la campiña francesa que al mar embravecido. Más al caldo de pollo en las tardes frías que a las ostras en Lipp's. Y tiene la mirada mansa de una mujer acostumbrada a no preguntar y saber, como si fuera un violín que sabe su música por sí mismo. O, mejor aún, su silencio.

Porque esta es una película sobre el valor del silencio, incluso en el amor. Ese silencio que es música, tan buscado por Lachaume y que sólo Stéphane se atreve a devolverle, cuando el sufrimiento se vuelve ensordecedor y absorbe toda la belleza necesaria para un espíritu libre.

(Un corazón en invierno, Claude Sautet, 1992)